Uno de los trucos retóricos más engañosos de las izquierdas es el “anti-imperialismo”. Declaran culpable al “imperialismo”, entre otros delitos, de la “balcanización” de nuestros países. ¿Qué hay de cierto?
Hay historia de “intervencionismo”, europeo, y estadounidense, sobre todo en Centroamérica y el Caribe, que puede llamarse imperialismo. Pero no es, como Lenin escribió, “la fase superior del capitalismo”, sino de su opuesto, el estatismo, como Mises esclareció. Un sistema estatista, como anidó en EE.UU. tras la Guerra Civil, a veces no se basta con someter a sus propios “súbditos”, sino que requiere la intromisión y hasta dominio en otros países, a título de “salvador”. Pese a la premisa de “no intervención” de sus Padres Fundadores, EE.UU. ha ido y va por esa vía muchas veces.
Con frecuencia el intervencionismo anda de la mano del “nacionalismo”, una ideología fabricada, que no es el “patriotismo”, un sentimiento natural, de amor a la patria de uno, espontáneo como el amor a la propia madre, y que se ve en acciones constructivas, no en palabrerío beligerante.
¿Y “balcanización”? El DRAE, siempre indispensable, nos regala esta definición: “desmembración de un país en comunidades o territorios enfrentados”. ¿Hubo en Hispanoamérica? Sí hubo, a partir del fracaso del Congreso de Panamá, 1826. Pero no fue culpa del “imperialismo”, sino del caudillismo, el militarismo y el patrioterismo estrecho en el siglo XIX, y además, en el XX, de la izquierda.
La “desmembración” sucede por lo general cuando un imperio se debilita o desaparece. Un imperio no es algo malo de por sí; es una “comunidad de naciones” con el fin de articular un espacio para la paz, el libre tránsito de personas y el libre comercio de bienes, cosas muy liberales. Al declinar del Imperio Otomano, mala fue la desmembración conflictiva en la península de los Balcanes, con dos guerras balcánicas, 1912 y 1913, el inicio de la I Guerra Mundial en 1914, y al menos ocho guerras yugoslavas, de 1991 a 2001, sobre las que hay casi dos docenas de películas, muchas tomando partido.
Algo así nos pasó a nosotros, en el siglo XIX. Éramos un solo país, no “colonias” del Imperio español sino “provincias de ultramar”, con cuatro virreinatos y cinco capitanías generales. Fue una unión multinacional económica, no sólo política; y su dólar español o “tálero”, rodaba como divisa fuerte en todo el mundo. En 1812 tuvimos la Constitución de Cádiz, para “ambos hemisferios”, con voto de la nutrida representación americana, recogiendo mucho de las “reformas borbónicas” liberales de fines del siglo XVIII, y que fue ley suprema en estos territorios. Hasta que los jefazos deshicieron todo.
Comparemos con América del norte: las trece colonias se separaron de la metrópoli, pero no rompieron entre sí: formaron los EE.UU. Y en Lusoamérica, los “Estados” de Brasil, como partes del Reino Unido de Portugal, Brasil y Algarve, disuelto oficialmente en 1825, tampoco rompieron entre sí: estaban unidos en el Imperio del Brasil, desde 1822, y bajo la Constitución de 1824; que duró todo el siglo XIX, hasta 1889, e impidió la “desmembración” conflictiva que desangró a Hispanoamérica en numerosas guerras externas y civiles. Lecciones para aprender.
Perdimos todo el siglo XIX, sometidos al caudillismo militarista y al chauvinismo angosto y mezquino, que nos enseñan a idolatrar en la escuela primaria, y por el cual, hasta bien entrado el siglo XX, hubo guerras entre nosotros, que mejor no recordar. Y puros fracasos en “integración”, otra retórica de las izquierdas, porque rechazan un mercado libre y común para superar la balcanización. Enseñan a odiar “el colonialismo norteamericano”, y además “el imperio inglés”, y en varios casos al país vecino también. Siempre buscando culpables afuera; nunca mostrando lo que pasó y pasa realmente.
El inglés fue un imperio civilizador, de inspiración cristiana, y el mayor de la historia en extensión y población. Fue “multinacional” como es todo imperio, y son muchos estados (Suiza, Canadá, etc.); y global, tal vez el primero. El XIX fue el siglo del capitalismo, del comercio internacional con patrón oro, y casi sin guerras, por obra de la Paz Británica. Evitar guerras es la primera y primordial función de los imperios; y el principal medio es la libre circulación de personas, bienes e inversiones. En trance de disolución, ese imperio inglés, hizo en 1931 lo que no hizo el español ni el otomano: un Estatuto de Westminster, con la independencia de las naciones, pero sin disgregación, con otro tipo de lazos, en la Comunidad Británica (Commonwealth) de Naciones, pese a la abismal discontinuidad geográfica.
Cuando los ingleses hicieron su “Brexit”, no dejaron el Commonwealth, sino una “Unión Europea” por entero degenerada, que no es ni sombra de lo que fue en su comienzo: unión económica superadora del odio franco-germano, surgido cuando el desmembramiento del imperio carolingio, siglo IX, heredero del imperio romano, del cual, como sabían los apóstoles, la divina providencia se sirvió para impulsar el Reino de Dios, “así en la tierra” como en el Cielo. A la unidad europea contribuyeron líderes protestantes junto con católicos, de los que Robert Schuman y Alcide de Gasperi están en proceso de santificación. Católico fue Konrad Adenauer; y luterano fue Ludwig Erhardt, su ministro liberal de Economía, padre del “milagro” alemán. Brillantes políticos cristianos, y acérrimos anticomunistas, sabían que una buena política tiene que ir tras un proyecto afirmativo, ¡no puede quedarse en el mero “anti”! Y todos aceptaron la colaboración de Jean Monnet, que no era cristiano sino humanista.
Esa época ya pasó, lamentablemente: llegó la “decadencia de Occidente”, anunciada por Oswald Spengler tras la I Guerra Mundial, y prevista luego por Arnold Toynbee. Hoy vivimos otra era. ¿Cuál? Fíjate en tu sala, cocina, dormitorio, baño, oficina, automóvil: abundan los productos japoneses, coreanos y chinos, y desde hace décadas. Pero increíblemente aquí en el barrio pobre de Occidente, del que todos escapan o anhelan escapar, no advertimos que el mundo de hoy es "post-Occidental"; nos guste o no.
Obvio que no todos los imperios fueron buenos; no lo fue el Tercer Reich de Hitler. Ni el imperio mongol de Gengis Khan, aunque en éste había cierta libertad religiosa, y también comercial, en torno a la Ruta de la Seda, hoy retomada por China. O el Imperio Soviético; pero cuando se disolvió, en 1991, las múltiples naciones, etnias y lenguas no se desmembraron, al menos no todas, sino que integraron en lo que es hoy Rusia, con 83 entidades federales, geográficamente contiguas casi todas, no como en la Mancomunidad Británica. China es caso parecido, con 34 entidades territoriales; y una gran diferencia: el sur, fluvial y marítimo, se rige por estatutos favorables al capitalismo, y eso explica su éxito, dejando atrás a Rusia, una economía aún dominada por monopolios mercantilistas, cobijados a la sombra del estatismo.
Pero ¿no hablamos de nuestra América? Es que poco o nada hay para decir sobre la “integración”, una hilera de nombres como Mercosur, Pacto Andino, Alianza del Pacífico, o sopas de letras, ALALC, CECLA, MCCA, SELA, ALBA, CELAC; discursos pomposos; y documentos farragosos que impiden y no que alientan el comercio. Hegemónicas, las izquierdas peroran sobre integración, pero lo que hacen es poner trabas y barreras “proteccionistas”, con los empresarios incompetentes de la derecha mala. Mientras los narcos sí que “integran” sus carteles; aprovechan la “Guerra anti-Droga” para acumular sumas multimillonarias sólo porque son “ilegales”, sembrando por doquier sangre, muerte, destrucción y corrupción. Y como muchos líderes “cristianos”, son también aliados de las izquierdas, aunque encubiertos.
Urgente necesitamos las Cinco Reformas, y una real integración, retomando el camino de la Constitución de Cádiz, para rehacer lo que destrozaron los “caudillos populares”. Nos sobran buenos y malos ejemplos, históricos y actuales, tanto propios como cercanos y lejanos, ¡como para aprender!
San Juan del Río, México, 11 de julio de 2020
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