La ideología de género ha puesto de moda el concepto “disforia de género”: insatisfacción, pena e incomodidad con el propio sexo. Antes se trataba como un desorden mental, pero hoy la corrección política lo ha “redefinido” a su gusto, y ya no lo quieren ver como una patología.
En general, la disforia es una sensación desagradable y molesta que suma tristeza, depresión, ansiedad e irritabilidad; es lo opuesto de la euforia, una sensación de alegría y optimismo. En griego, “dys” se emplea para negación, y el verbo “pherein” equivale a “soportar”. Disforia equivale a “no soporto”.
Las buenas encuestas muestran hoy una alta y generalizada disforia política, en casi todo el planeta. El público está irritado con la política, “indignado”; y quiere manifestar, marchar y protestar para expresar su enorme descontento e insatisfacción, sea por creer ingenuamente que así las cosas van a cambiar, o sea por puro desahogo. Pero como no tiene la menor idea de qué es lo que está mal, vocifera contra “los políticos” o contra cualquier cosa, en la calle o en las redes sociales, muchas veces con extrema violencia verbal o física. Nada cambia con eso, porque no es ningún remedio; y lejos de mejorar, todo empeora.
En América latina, el motor que impulsa la disforia política es la “histeria anticorrupción”. Como cuando la “caza de brujas”, los simplistas ven “corruptos” en todas partes, exigen a gritos “castigos ejemplares”, y protestan contra la “impunidad”. ¡Brujas a la hoguera! ¡Corruptos a la cárcel! Es la panacea, la solución a todos los males. La peor de las malas consecuencias de esta fiebre convulsiva, es que desaparece de la escena el debate inteligente de políticas públicas, y todo se reduce a acusaciones y “denuncias” de una interminable serie de “negociados”, y a discutir las “pruebas de la corrupción”.
(i) Comenzó en los ’90, con las insuficientes reformas “neoliberales”, cuya falla no fue por lo liberal sino por lo insuficiente. Las izquierdas no tenían muchos argumentos, y lanzaron la “histeria anticorrupción” contra los políticos del Consenso de Washington. (ii) Los desplazaron, y en los años ‘2000, treparon los socialistas del siglo XXI. (iii) Pero en los años ‘10, el arma les resultó un “bumerang”, porque la derecha mala, la que niega ser derecha, no hace las reformas estructurales, y todo lo que hace son concesiones a las izquierdas a cambio de nada, eligió el mismo método, “anticorrupción”, evitando así el debate sobre políticas públicas, siempre postergado, para el cual no estaba ni está capacitada.
La gente se cansó y hartó de la política, de la falta de soluciones, y expresa su crispación voceando y repitiendo consignas equivocadas. Porque sigue sumida en la inconsciencia sobre cuáles son los problemas reales, y las soluciones reales. ¿Qué es lo que debería saber y no sabe? Muchas cosas, demasiadas. Pero se las puedo describir en diez pinceladas. Aquí van:
(1) El problema real, que permanece oculto, invisible, es el sistema estatista, socialista y mercantilista, encarnado en las leyes malas; muy agravado por el marxismo cultural, que las izquierdas lanzaron, no más entrado el nuevo siglo, para “echar más leña al fuego”. Y la solución verdadera es derogar esas leyes, para cambiar el sistema, mediante reformas profundas; lo cual debe hacer un partido o coalición política.
(2) Se protesta contra “la política” y los “malditos políticos”. Pero lo que hay no es política, ni políticos; es “politiquería”, la mala y bastarda pantomima de la verdadera política, que hacen a diario los “politiqueros”: se insultan, se acusan mutuamente de “corruptos” (o fraudulentos), para quitarse de en medio los unos a los otros, en su voraz ambición por las “cuotas” de poder estatista absoluto, sin límites. Es una feroz pelea de bestias salvajes como en la selva, presas y predadores: los más torpes en borrar huellas y no dejar rastros, caen víctimas de los más habilidosos y experimentados.
(3) La víctima principal es el público, presa de la “histeria anticorrupción”, que conlleva tres rasgos propios del socialismo: (i) la ingenua creencia en el sistema, que de no ser por los “ladrones”, se supone que funcionaría de maravillas; (ii) la envidia de las fabulosas riquezas acumulada por “los corruptos”; (iii) el plebeyo populismo, que embiste contra cualesquiera tipos de élites, malas, buenas o regulares.
(4) Otras víctimas: las instituciones, o lo poco que de ellas teníamos. Los partidos se convierten en séquitos de caudillos y trepadores, charlatanes, ignorantes e improvisados; el Congreso se hace circo; la prensa se compra y se vende, los jueces se vuelven sectarios o camaleones, y se les retira la confianza; y los más decentes e instruidos se apartan del camino, dejando espacio libre a los de peor ralea.
(5) Pero ¿qué es la política, en realidad? No es el “arte de lo posible” como dicen. Es el arte de hacer posible lo que es moralmente justo, en los asuntos de Gobierno. Pero como hay diversas opiniones, de izquierda y derecha, la política es (i) el debate racional de las opiniones contrarias; y (ii) excepto los principios no negociables, es la búsqueda de acuerdos, negociando concesiones mutuas entre partes representativas, para tomar decisiones, sea por consenso, o por voto de mayoría. Pero requiere un clima más distendido, y ahora lo que hay es enfado y odio; hay pesimismo, incredulidad, fatiga y derrotismo.
(6) Es resultado del “lawfare”: la criminalización del rival político, que ya no es adversario sino “delincuente”: ladrón, “narco”, terrorista o “genocida”. Llegan el enojo y la furia; la polarización abre “grietas” entre las izquierdas y la derecha mala, cada vez más mala y menos derecha. Linchamientos mediáticos y judiciales tornan imposible la negociación, y la comunicación. No hay arreglos sobre temas relevantes, salvo turbios pactos ocultos para intercambiar prebendas, puestos y favores: politiquería.
(7) La sociedad se “bloquea”, como cuando las arterias se obstruyen. No hay política, y los problemas jamás se resuelven. Y para colmo opera la “entropía” social y política: las situaciones no van a estancarse sino a empeorar. Así el disgusto crece, y se realimenta el círculo vicioso de descontento y disforia.
(8) La política es también el arte de evitar la violencia entre derechas e izquierdas. (i) Las derechas nos identificamos con el orden, la justicia y la libertad: los liberales con el énfasis en las instituciones, y los conservadores en los valores morales y la cultura. (ii) Las izquierdas, aparte de sus retóricas engañosas, promueven lo contrario: el desorden, la injusticia, y en última instancia, la opresión. Las hay violentas, y las hay menos violentas. La política de derechas es el arte de mantener a raya a las izquierdas: impedir que lleguen al Gobierno, o si llegan, ponerles topes a sus tropelías más abusivas, desde la oposición.
(9) Para eso existen el Gobierno por consentimiento, la competencia entre partidos, las elecciones periódicas, y los Parlamentos; o sea: la democracia representativa o “indirecta”. Es parte clave de la civilización, y correlato político del comercio y la economía de mercados libres.
(10) La política es también un medio de aprendizaje. Izquierdas y derechas gobiernan por turnos alternativos, y así se aprende cuáles políticas públicas son las más recomendables, por experiencia práctica, mediante prueba y error, corrigiendo los fallos, y mejorando lo mejorable. Por esto, con frecuencia el “péndulo político” oscila entre las derechas y las izquierdas.
Pero la masa de gente, ofuscada en exceso, se niega a aprender. “Eso de izquierda y derecha ya no vale”, dice, simplemente porque no capta la diferencia. O que “no aguanto a los políticos, hay que matarlos”, dice, porque no distingue los politiqueros de los políticos. O “los partidos deben desaparecer”, dice, porque no sabe cuáles funciones están llamados a cumplir. O que “la política es un asco”, dice, porque no tiene idea de lo que es. Y algunos de los más necios hasta gritan que “la democracia no sirve”. ¡Qué atrevidos!
Así vamos, amigas y amigos; fue un placer estar con Uds. ¡Hasta la próxima, si Dios quiere!
San Juan del Río, México junio 14 de 2020
Comments